jueves, 20 de enero de 2011

Narración


El aire de agosto venía caliente. A las cuatro bajábamos con las bicicletas hasta la playa, cuando la estancia en las casas y en las calles del pueblo se hacía insoportable. A esas horas, la gente andaba con el sopor de la siesta, dormitando, bien bajo los parrales, en sus porches o en la tumbona, en la entrada de sus casas, con las ventanas y puertas abiertas y las cortinas meciéndose y bailando al tenue son de la leve brisa. No se veía un alma por las calles hasta las seis o las siete. A esas horas, los portales se habitaban, y la gente  sacaba sus sillas para tomar el fresco, mientras algunas mujeres mostraban sus labores de ganchillo, otras rociaban la calle para que se asentara la tierra, y los hombres simplemente observaban a los transeúntes entre sarcásticos comentarios.

         Mis amigas y yo íbamos por el viejo camino de la ermita de las huertas. Para todos, el paisaje era desolador: solo, seco, inundado por el sonido de las chicharras y el peligro latente de los alacranes. Sin embargo, la vista era hermosa ante nuestros ojos: los campos con sus áridos montes, salpicados de arbustos, esparto, chumberas y alguna palmera aislada. Una pequeña huerta de naranjos, varias higueras casi ermitañas y un superviviente sauce olvidado junto a las ruinas de un cortijo.

         Desde el monte al que llamábamos Los Pelaos, por ser parte aparente de éste desierto que invade mi tierra, llegaba la vista hasta el mar, o hasta el pueblo, según se vaya o se venga, sin absolutamente ninguna forma de vida que les impidiera disfrutar a nuestros indagadores ojos. Y la mejor parte, cuando pasábamos por al lado de la balsa llena de agua de riego, para ver a los pájaros refrescándose. Siempre circulábamos junto a las antiguas acequias que antaño regaban los bancales, ya abandonados y en los que crecía alguna espiga de trigo o cebada despistada. Junto a los viejos cortijos, algún aljibe y su horno de pan, cuya forma siempre me ha recordado a una gigantesca magdalena. Luego rodábamos cuesta abajo, escuchando únicamente el resonar de las ruedas y las cadenas de nuestras bicicletas.

Hoy lo sé... por muy dura que resulte la vida, siempre me aferro a ese recuerdo. Sé que he tenido vivencias probablemente mejores: momentos apasionados, divertidos, importantes... pero la intensidad del momento y el sentimiento de paz siempre me han hecho creer que la felicidad es eso: rodar cuesta abajo por el camino de la ermita de las huertas.



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